«Cada uno dé como le dicte su corazón: no a disgusto ni a la fuerza,
poniendo todo nuestro corazón, pues Dios ama “al que da con alegría” 2 Corintios 9,6-11; Sal 111; Mateo 6,1-6.16-18
Querido Ernesto, acólito y servidor del altar. Querido Reinaldo, que con la belleza de música, ayudas a que esta y cada Eucaristía, sea un trozo de cielo en la tierra. Querido Jesús, presidente y miembros de la R.F. HH.CC. Queridos Hermanos y Hermanas Mayores. Queridos cofrades y hermanos todos. Nos reunimos en esta Parroquia de San Pedro y San Pablo, que durante este curso ha sido techo y cobijo de nuestras Juntas de Gobierno, de nuestros Plenos de HM y otros encuentros informales. Propiamente no clausuramos nada, pues la vida en todos los ámbitos, también en el seno de nuestras hermandades y cofradías, sigue su curso. Más bien, lo que hacemos en toda eucaristía, se su propio significado, dar gracias por lo vivido y convivido, por lo trabajado y realizado, por lo recibido y compartido.
Si bien es verdad, entramos en el periodo estival, y aún con las medidas pertinentes, propias de la pandemia, relajamos nuestra intensidad y actividad cofrade, si podemos cambiamos de residencia y viajamos. Fácilmente cuando vamos haciendo turismo, por decirlo de una manera fácil, nos encontraremos en ciertos lugares, en monumentos, o en obras de cierta relevancia que a su pie ha quedado constancia para la historia en unas placas colocadas con cierto interés, de quién es el personaje que contemplamos, o quién promovió determinadas obras que pudieran ser un beneficio para la comunidad. Hay placas que nos valen para la historia y para el recuerdo, pero reconocemos que también las hay para la vanidad y para la vanagloria.
¿Por qué hacemos lo que hacemos? aquí es donde tendríamos que ponernos a pensar si aquello que hacemos lo hacemos con corazón, con alegría en el corazón por la satisfacción del deber cumplido, por el gozo y la alegría con que nos damos por los demás, por esa generosidad que nos llevaría incluso a olvidarnos de nosotros mismos por el bien que hacemos y que beneficia a los demás. Si lo hacemos así, lejos de nosotros estará esa vanidad y esa vanagloria y estaremos dando muestras de la riqueza de nuestro amor y de nuestra generosidad.
Pero todos podemos tener la tentación de buscar ese regustín en lo que hacemos y de intentar subir algún peldaño en ese pedestal de reconocimientos. ¿Qué nos sucede por dentro cuando vemos que aquello en lo que nosotros nos entregamos con tanto ahínco, ahora vemos que se atribuye a otros y parece que la gloria se la llevan ellos? A punto estamos de dar el grito, de pedir el reconocimiento. Es de justicia, nos atrevemos a pensar en que se nos reconozca aquello que hicimos.
¿Qué nos dice hoy Jesús en el evangelio? ‘Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial…’ Y nos hablará de tres cosas muy concretas como son la limosna, la oración y el ayuno. Eran como tres prácticas en el orden religioso, como siguen siéndolo hoy, pero de las que hacen gala con mucho empeño los fariseos y los principales grupos religiosos en Israel. Ni tocar campanillas delante de nosotros por donde hemos de pasar dando limosna para ayudar a los demás, ni la vanidad de ponernos en lugares destacados en pie delante de todos para hacer ostentación de nuestra oración, ni caras de plañideras ni de luto por el hecho de que nos sacrifiquemos haciendo un ayuno que habría de tener un sentido purificatorio. Otro tiene que ser el estilo y la manera de hacer que le dé autenticidad a cuanto hagamos.
Claro que aquí podemos englobar muchas cosas, muchos aspectos de nuestra vida de cada día, de esa generosidad de nuestro corazón para compartir o para hacer por los demás; que también podemos tener la tentación de llenar nuestros estantes y vitrinas con placas de reconocimientos dejando traslucir esa vanidad con la que podemos llenar nuestra vida; recuerdos, nos decimos para auto justificarnos; pero la huella que nosotros hemos de dejar en ese campo en el que estamos trabajando es todo ese surco que hemos abierto con nuestro trabajo para dejar sembrada una buena semilla.
Lo importante no es quién haya hecho el surco, sino la planta nueva que brotará de esa semilla que hemos sembrado que hará que todos nos amemos un poquito más, que hayamos logrado una mejor armonía entre todos y un mundo más lleno de paz. De nada nos vale que dejemos una placa para la historia si realmente no han mejorado las relaciones, por ejemplo, entre unos y otros.
Esa es la gloria que hemos de buscar que es la gloria del Señor, no nuestras glorias o nuestras recompensas terrenas que al final se nos quedarán en algo vacío y sin sentido. Muchas actitudes y muchas maneras de hacer las cosas tendríamos que revisar.
Es de bien nacidos ser agradecidos, más aún en esta eucaristía, que para muchos de vosotros es la última como Hermano o Hermana Mayor de vuestra corporación nazarena. En nombre de la Iglesia, gracias por vuestro servicio y compromiso, queriendo y aportando cada uno vuestro talento y vuestra virtud, para construir la comunión y embellecer la cancelería de la única y Universal Hermandad de Hermandades que es la Iglesia. Como hijos del Agua Bautismal, de la Luz de Cristo, de la Palabra Divina y de la Eucaristía, en el altar nos encontraremos y celebraremos, conviviremos y compartiremos, proclamaremos y anunciaremos el gozo de la Fe y la Esperanza y la Caridad.
Somos la familia de hijos y hermanos que anhela la normalidad que vendrá cuando evitemos la distancia con nuestros hermanos, manteniendo distancias con el peor virus que es el pecado. Todos estamos llamados a ser, hacer y formar cofradía y hermandad.
Y llegará, sí, llegará esa normalidad sin comillas, sin distancia ni distancias. Al templo y a la calle.
Termino invocando a Santa María, madre de la Iglesia y madre de nuestra fe. (1)
(Oración contenida en la Encíclica Lumen fidei (29 de junio de 2013) Papa Francisco)
¡Madre y Señora nuestra, ayuda nuestra fe!
Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.
Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa.
Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.
Ayúdanos a fiarnos plenamente de él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar.
Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado.
Recuérdanos que quien cree no está nunca solo.
Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino.
Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.
Amén.
(1) (Oración contenida en la Encíclica Lumen fidei (29 de junio de 2013) Papa Francisco)
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